Un poso de sales en el fondo de tres copas contenía el
misterio de unas muertes -dos de ellas, ciertas, y una tercera, más que
probable- que el implacable paso del tiempo no ha conseguido sepultar.
Todavía, pese a haber transcurrido casi 58 años, se sigue hablando de
una indescifrable historia que arrancó en la mazarronera playa de Nares
en las primeras y desangeladas horas de mañana del 14 de enero de 1956,
cuando un pescador, que posiblemente se disponía a buscar entre las olas
la ración diaria de sustento para sí y para su prole, halló sobre la
arena húmeda los cuerpos sin vida de un hombre y una mujer. Ella, como
se supo más tarde, había respondido durante sus 42 años de vida al
nombre de María Luisa Pérez de Nanclares Gómez; él era su hermano,
Julio, de 62 años. Ambos naturales de Haro (La Rioja), solteros
recalcitrantes y extremadamente religiosos.
El cadáver de la mujer se hallaba completamente desnudo, a
excepción de un abrigo de pieles que se había echado sobre los hombros,
mientras el cuerpo del varón, separado del primero por una distancia de
unos doce metros, vestía traje de buena apariencia. En su cartera se
encontraron 1.700 pesetas. En el bolso de su hermana, otras 200. No un
capital, pero sí una buena cantidad para la época, que sirvió a los
investigadores para descartar ya de entrada la hipótesis de un doble
homicidio con el móvil del robo.
Una botella de champán, tres copas perfectamente erguidas
sobre una roca y unas bragas completaban, a corta distancia, el
enigmático escenario de un asunto que, con toda lógica, fue bautizado
como el 'caso de las tres copas'. Tal y como aún hoy se sigue
recordando.
Como la Policía nunca ha sido tonta del todo, contar tres
copas para solo dos cadáveres se convirtió, desde el primer instante, en
un elemento para la reflexión. Y rebobinando los últimos pasajes en la
vida de los dos interfectos, reconstruyendo sus postreros pasos,
obtuvieron múltiples datos que confirmaban que no habían llegado solos
hasta aquella remota playa de Puerto de Mazarrón. Y alcanzaron pronto la
convicción de que no iban a conseguir cuadrar las cuentas hasta que
apareciera un tercer cadáver o, en su defecto, un vivo muy vivo -una
viva, en este caso-, que fuera capaz de explicarles las razones por las
cuales no había seguido el trágico camino -voluntario o forzoso-
emprendido por sus dos allegados.
Lo que los investigadores averiguaron fue que los hermanos
Julio, María Luisa y Marina Pérez de Nanclares Gómez, de 62, 47 y 52
años, respectivamente, habían abandonado el que había sido su hogar, en
el número 4 de la calle de la Vega de Haro, después de empaquetar todas
sus pertenencias y enviarlas en un camión a unos sobrinos que residían
en Álava.
Con la ruina en la maleta
Después de haber disfrutado de una vida más que acomodada
en Haro, como propietarios y regentes del hotel Higinia -le habían
comprado a los marqueses de Moztezuma la casona en la que instalaron el
negocio-, y más tarde en Madrid, como impulsores de algunos comercios de
mantequería, la fortuna les había acabado por dar la espalda y
atravesaban una época de penuria económica. Una circunstancia
-discurrieron los policías- que les podía haber decidido a acabar con
sus vidas. Siendo como eran tan sumamente religiosos, se explicaría a su
vez que el lugar escogido para matarse estuviera al otro lado de
España. De esa forma lograrían evitar -pensaron quizás- la vergüenza
póstuma de ser recordados como suicidas.
Algunos datos más apuntaban en esa misma línea: haberle
hecho saber a sus familiares y allegados que emprendían «un largo viaje
al extranjero», que en las escasas pertenencias de María Luisa no se
hallara documentación alguna y que el carné de identidad de Julio
apareciera hecho pedacitos en un bolsillo.
Lo cierto es que después de dejar Haro a bordo del tren
Irún-Madrid, portando por todo equipaje un bolso de mano y una maleta,
siguieron viaje desde la capital a Cartagena. A esta ciudad llegaron
hacia las once de la mañana del 10 de enero.
Un paquete de sal de acederas
Después de recorrer varias pensiones se instalaron en el
modesto alojamiento de 'La Madrileña', y en los dos días siguientes
visitaron Cabo de Palos y Mazarrón. También compraron unas zapatillas de
paño azul, en 'Calzados El Gallo', y veinte gramos de sal de acederas
(bioxalato potásico) en la droguería Ayala. Aunque este producto estaba
indicado para quitar manchas de la ropa, no parece que lo adquirieran
con tal propósito. Sobre todo teniendo en cuenta que en el maletín que
se halló abandonado en la playa había un ejemplar del periódico 'Nueva
Rioja'. La gaceta recogía la noticia de un vendedor ambulante de
Valencia, trágicamente fallecido por la ingestión accidental de ese
producto. Otro elemento que no parece casual.
A la una de la madrugada del día 13, Julio y Marina
detuvieron un taxi en Cartagena. Le pidieron que se dirigiera hacia la
calle Mayor y allí subió María Luisa, la menor. Luego indicaron al
conductor que condujera hasta Mazarrón y no volvieron a hablar en todo
el trayecto.
«Cuando pasamos el Hotel Bahía, me pidieron que me
detuviera, abonaron el importe y me dijeron que volviera a Cartagena,
encareciéndome que no encendiera la luz interior del coche», declaró más
tarde Rafael Rivas, el taxista.
Un cuerpo descuartizado
Cuando en la mañana del día 15 fueron hallados los dos
cadáveres nació una historia de misterio que hoy, casi seis décadas
después, sigue sin cerrarse. Las investigaciones determinaron que los
restos de polvo que contenían las tres copas eran de sal de acederas, lo
cual apunta a un plan de los tres hermanos para quitarse la vida. De
hecho, el dictamen de los forenses fue que Julio y María Luisa habían
muerto por efecto de esa sustancia tóxica. Pero la ausencia de un tercer
cuerpo, el de Marina, que nunca fue hallado pese a que la costa fue
rastreada durante largos días, dio pábulo a todo tipo de teorías,
rumores, bulos y especulaciones. Incluso dio de sí para que Fernando
Fernán Gómez dirigiera una inquietante película, que lleva el título de
'El extraño viaje'.
La conclusión, más o menos oficial, fue que la mujer se
introdujo en el agua tras ingerir la dosis mortal de veneno y que el
cuerpo desapareció para siempre arrastrado por las corrientes.
Esa hipótesis, que entra dentro de lo posible y que resulta
hasta lógica, no sirvió sin embargo para acabar con las conjeturas.
Mucho menos cuando 34 años más tarde, en enero de 1990, el encargado del
cementerio de Mazarrón, José Antonio Moreno, desveló que aquella lejana
madrugada, siendo casi un niño, vio los dos cuerpos tendidos sobre la
arena -huyó con el pelo erizado por el terror- y que un año después
encontró por casualidad el cadáver descuartizado de una mujer -volvió a
huir, espantado-, enterrado en el monte de El Castellar, una zona
próxima a la playa de Nares.
No parece que mintiera, al menos respecto de ese último
asunto, ya que en 1990 regresó al lugar y extrajo una serie de huesos
-en apariencia, un trozo de pelvis, vértebras y hasta una muela- que
entregó en el cuartel de la Guardia Civil de Puerto de Mazarrón.
Si el enterrador confiaba en que su gesto sirviera para
aportar algo de luz al extraño 'caso de las tres copas', se equivocó de
cabo a rabo. Solo consiguió arrojar un puñado más de misterio sobre la
enorme montaña de incógnitas. El enigma sigue, hoy, más vivo que nunca.Fuente: www.laverdad.es
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